Seres más humanos
- The Conniest
- 21 may 2020
- 4 Min. de lectura

Suena lejano el otoño anterior, recorrer las calles abrigados, volviendo a un cálido hogar, organizar la agenda, darse el lujo de descansar los feriados, planificar cumpleaños, futuros paseos, pelear con uno mismo entre asistir a cierto compromiso o arroparse entre las frazadas y pasar la noche acostado viendo una película o cierta maratón de series; los más osados y de espíritu deportista, intentando salir con frío a correr por las calles o subir cerros, compitiendo con las ganas de quedarse en casa, pero sabiendo que no hay recompensa sin sudor; ir a conciertos, fiestas, mercados, a comprar, al cine, al teatro, visitar amigos, disfrutar la naturaleza, sweaters, bufandas, abrigos, paraguas guardados, porque hoy ya no se puede salir, y esa es la máxima de esta temporada otoño - invierno 2020. No podemos exponernos a ningún tipo de riesgo innecesario que signifique enfermarse.
Trabajamos (los que pueden) desde las casas, a expensas de los roles tanto de mujeres como de hombres (la sobrecarga por la multiplicidad de roles de la mujer está evidenciada), porque de eso depende la continuidad de los proyectos para la vida que soñamos, otros exponen su integridad a fin de cumplir con su labor, nadie héroe, puros sobrevivientes, alternando rutinas básicas que permitan mantener la mente sana y el cuerpo sano: rutinas de estudio, de trabajo, de alimentación, de ejercicio, de ocio, de limpieza, de abastecimiento, de contacto social. Y la mascarilla siempre a mano.
Suena fácil si lo que se espera es que nos quedemos en casa y bajar una curva de contagios, pero hay factores que la mayoría no ve, hay muchas micro-realidades sumergidas en esta gran realidad. Hay quienes salen por el sustento de su familia porque viven en la bicicleta, endeudados y sobregirados, si no se trabaja tampoco se come; hay quienes en su núcleo familiar deben ocuparse de hijos pequeños o en edad escolar, que comparten espacios reducidos con actividades de los niños y además respondiendo tareas del telecolegio; hay familias que esperan que su único sustento salga a trabajar y cuando vuelva no los contagie, hay quienes deben separarse de sus hijos porque su trabajo es de riesgo, y no los ven hace tiempo; hay quienes sufren de violencia y maltrato intrafamiliar, que viven literalmente con el enemigo; hay quienes esperan resultados, o quienes están contagiados en un mismo hogar; hay quienes han estado en la incertidumbre de la evolución clínica de algún pariente contagiado de gravedad; hay quienes han perdido a alguien por esta u otras causas, y no se han podido despedir como corresponde; hay quienes duermen todo el día porque es la única forma de sobrellevar esta pandemia; hay quienes no duermen; hay quienes están casi 24 - 7 porque su labor es fundamental, y pese a su cansancio no pueden dejar de responder a su labor; hay quienes son multifacéticos y gozan de energía rebosante, siguen sus vida sin mayores cambios, incluso se sienten más creativos que nunca.
De las realidades más duras, de las más tristes, de esas que sabíamos pero que aún así, era más fácil hacer la vista gorda, son esas que esta semana se dejaron entrever en las comunas más precarias de este Gran Santiago. El sesgo de desigualdad no lo ve la persona sin empatía, ni la persona de corazón estrecho, simplemente no le interesa. Pero esas personas, esos niños, jóvenes, adultos y adultos mayores existen y son discriminados por sus apellidos, por donde viven, por su nivel de educación, por su forma de ser. La sociedad, es incapaz de ponerse en sus zapatos, son "los otros", los de las periferias y de los suburbios, donde ni las fuerzas policiales entran, donde no existen árboles, donde las casas parecen castillos a punta de pura reja y protección, donde se abren los grifos, porque pese al cambio climático, el agua sirve para disipar el calor, y punto.
La pobreza es la pandemia más normalizada en la sociedad desde que el mundo es mundo, es el factor de riesgo para enfermedades no transmisibles, la baja escolaridad; en definitiva, una vida con menos oportunidades. El ciclo de la pobreza se nutre de drogas, miseria, embarazos adolescentes, reincidencia penal y abuso sexual. Si esta pandemia llamada coronavirus, no nos enseña a ablandar nuestro corazón, simplemente no hemos aprendido nada. Debemos ser capaces de ver al otro, de escuchar, de conectar entre humanos, de hacernos sensibles y respetarnos.
Paradójicamente, con la pandemia, extrañamos el contacto físico, los abrazos, los besos, pero esto va más allá, es realmente ponerse en los zapatos del otro, y sentir como el otro sufre si no tiene que comer, si se enferma, o si no tiene trabajo, por ejemplo.
Nuevamente, en vísperas de feriado, automovilistas que salen despavoridos por las autopistas con rumbos a sus segundas casas porque claro, a despejarse de tanta negatividad, cordones sanitarios rebalsados con controles fiscalizando el cumplimiento, o mejor dicho el incumplimiento. Tanto nos falta por atrevernos a ser mejor persona. Abrir nuestros ojos y explorar lo que hay más allá de nuestra nariz. Volvernos humanos, compasivos y auténticos.
Encuarentenados podemos darnos la oportunidad de cuidarnos entre todos.
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